La historia de Santiago Rodríguez, el joven de 17 años de Arizona que jugaba los intercolegiales, se sumó a Estudiantes en enero y debutó el pasado miércoles.

Desde aquel 8 de enero cuando comenzó la pretemporada con el club Sportivo Estudiantes, muchas cosas cambiaron para Santiago Rodríguez. Dejó Arizona, ese pueblo sanluiseño que limita con La Pampa, distante a casi 350 kilómetros de la capital puntana, para cumplir un sueño. Dejó su familia y sin darse cuenta empezó a transitar una realidad que hoy lo tiene con 17 años en el plantel profesional que afronta por primera vez en la historia un campeonato oficial en el Nacional B.

Su cuerpo también cambió. El entrenamiento profesional comenzó a modelar su físico y como es normal por su edad, también creció algunos centímetros. Cuando superó la prueba en Estudiantes, junto a su hermana que estudia en San Luis, comenzó a buscar una escuela que de alguna manera le permita seguir con el proyecto de futbolista. Inscribirse en una nocturna de pleno centro, cerquita de la pensión donde viven otros jóvenes jugadores del club, no fue difícil y en abril comenzó con las clases.

El pasado miércoles, ante Central Córdoba de Santiago del Estero, por tercera vez en el campeonato fue al banco. La experiencia de estar entre los suplentes, había sido lo más importante desde que comenzó a jugar al fútbol, una pasión que lo moviliza desde muy chico. Y el debut finalmente llegó en la tercera nomás. Con el número 17 en la espalda le tocó ingresar en lugar de Juan Marital, en un momento difícil del partido.

Santiago tiene una particularidad que no olvidará: “Un día jugando los Intercolegiales en Villa Mercedes, ‘Pucho’ me vio y me llevó a Estudiantes. Cuando me dijeron que tenía hacer pretemporada no podía creerlo, no caía y creo que todavía no caigo”, contó el joven a la salida del colegio.

Ante los santiagueños, Santi se animó y fue al frente; hizo algunas gambetas e inquietó a los visitantes en la defensa. Su actitud dejó una buena impresión. Al final, dio notas a la prensa y contó cómo vivió la experiencia: “Me sentí muy bien físicamente, pero sé que no tengo que parar y seguir entrenando cada día para estar entre los titulares”. Lo que nadie sabía era cómo seguía su jornada.

Cuando la última cámara de TV y el último grabador se apagaron, Santi subió al micro verde que como siempre lo hace después de jugar de local en La Punta, lo dejó en el Coliseo. De allí, con otros chicos se tomó un taxi y se fue hasta la pensión. A las 19 se sacó el uniforme de jugador para ponerse un jean y una campera más abrigada. Se tomó un café con leche, se colgó la mochila y se fue a la escuela. Cada día entra a las 19:30. “Ayer falté porque tuve que concentrar, entonces hoy tenía que venir sí o sí. Es un sacrificio, pero no importa, porque lo que quiero es terminar la escuela”, cuenta. Sólo le falta el último año.

A las 22 y en un aula escolar terminó el día más feliz de su vida. Y todavía le quedaban energías