* Escrito por el colega Gustavo Heredia.

Creo que fui uno de los primeros en cubrir el Caso Gramaglia, no porque fuera buen periodista, sino porque Oscar Flores, el entonces director de Radio Universidad, un lunes a la mañana me llamó y me pidió que antes de ir a la emisora pasara por la Comisaría Séptima, que me quedaba cerca. Flores en un breve llamado me puso en conocimiento de que un muchacho de Córdoba estaba desaparecido desde el jueves y los familiares se habían venido a San Luis convencidos de que Alberto Figueroa era el causante de la desaparición.

Los Gramaglia esperaban a Darío en Córdoba el jueves (creo que era 23 de septiembre), pero como nunca llegó y tampoco avisó que tuviera algún inconveniente, se vinieron a San Luis. Los familiares de Darío sabían de la relación que este mantenía con la Secretaria Electoral Federal, Sonia Randazzo, pareja de Figueroa, entonces comenzaron a sospechar lo peor.

Llegados a San Luis, la familia de Darío consultó con los amigos de él y como ninguno sabía nada, se fueron a la Comisaría Séptima, donde, como mucha pelota no les dieron, se quedaron a esperar novedades. Estuvieron allí sin moverse desde el sábado hasta el lunes.

El lunes a la mañana recuerdo que corría un ventarrón tremendo y cuando llegué a la puerta de la Séptima, en una antesala semicircular cuya ventana daba al exterior, pude ver a un grupo de personas con rostros preocupados. Eran cerca de las 9 más o menos. Entré, le toqué la espalda a un señor ya mayor y le pregunté si su apellido era Gramaglia. La respuesta fue que sí y de inmediato vino la contrapregunta con tono desconfiado: ¿vos quién sos? Me presenté como periodista de Radio Universidad y les dije que iba de parte de Flores, que además de director de la radio era corresponsal de Clarín.

De inmediato un hombre pelado, con cuerpo de pesista, me tocó la espalda y me invitó a salir, porque adentro de la comisaría no se podía hablar mucho sin ser escuchados. Afuera, se presentó como el cuñado de Darío y lo primero que me preguntó fue si conocía a Alberto Figueroa.

En ese entonces, un par de años antes, Figueroa había sido objeto de varias denuncias de docentes de la Escuela Moyano, de Juana Koslay. Las acusaciones iban desde comportamientos inapropiados con alumnas y un acuerdo no muy claro que le había permitido a un instituto privado usar parte de las instalaciones de la escuela sin pagar alquiler.

Figueroa para la época de la desaparición de Darío Gramaglia ya no era director de la escuela Moyano y yo sinceramente le había perdido el rastro. Una sola vez lo ví cuando fuimos con mi familia a la pizzería Pizza Pizuela y él entró al local por una puerta lateral y pasó para el lado de la cocina.

Pasaron varios días, cuatro o cinco seguro, hasta que el juez (creo que era Sabaíni Zapata) ordenó una inspección ocular en la casa que alquilaba Gramaglia en la zona de la Tercera Rotonda. El comisario que encabezaba el procedimiento era Gerardo Velázquez, quien al salir fue parco en las declaraciones y cuando le preguntamos si investigaban a Figueroa, medio que se enojó, porque las sospechas contra Figueroa conducían a Sonia Randazzo.

No sé ahora cuántos días pasaron hasta que encontraron el cadáver de Darío en uno de los murallones del dique La Florida. Recuerdo que Eduardo Allende era el jefe de Policía y Mario Zavala era el ministro de la Legalidad (parece un chiste, porque después Zavala apareció haciéndoles firmar la renuncia en blanco a los aspirantes a jueces). Rastrillaron tanto en busca del paradero de Darío, que en el camino, en la zona del Desvío a Pescadores, encontraron asesinada y semienterrada a Claudia Dutheil, una muchacha que había desaparecido hacía más de un mes y a la que nadie buscaba. Un camionero paró hacer pis y cuando vio los restos, avisó a la policía.

Un sábado casi a las 20 nos avisaron a los periodistas que habían encontrado el cuerpo sumergido en el dique La Florida. Una versión medio novelesca indica que cuando Figueroa y el pizzero Martínez estaban detenidos en la Comisaría Segunda, les introdujeron a un tercer “preso” que haciéndose pasar por un borracho problemático, resultó ser el flaco Thailan, hermano de uno de los empleados del juzgado de Sabaíni y que trabajaba para Zavala en el ministerio. Dicen que Thailan paró la oreja y cuando los otros dos hablaron entre ellos, más o menos supo donde habían tirado el cadáver.

Durante la instrucción la policía “descubrió” que Figueroa se manejaba en una camioneta melliza que tenía la patente de un Scania. También “descubrieron” que una banda de ladrones le llevaba objetos robados para que los redujera y que algunos de esos bienes habían sido vendidos a empleados del Poder Judicial.

Han pasado casi veinte años del juicio en el que fueron condenados Figueroa y Martínez. El pizzero era uruguayo y su esposa, luego de mucho batallar, consiguió que lo “expulsaran” del país luego de cumplir parte de la condena. Figueroa en la cárcel había formado pareja con una guionista de TV, al menos eso trascendió en los medios, una que había sido parte de la producción de la tira Montecristo, decían.

En 2018 más o menos, un día de enero que hacía un calor tremendo, a la siesta con Pepe Dóspital fuimos en bici a dar “la vuelta termal”, un recorrido que empezaba por Ruta 147 hasta San Gerónimo, de allí a Balde y de vuelta a San Luis por Ruta 7. Llegando a la ciudad nos quedamos sin agua y cuando íbamos pasando por la Colonia Penal, un predio que el Servicio Penitenciario tiene antes del Parque Industrial, vimos que entre unos árboles un hombre regaba el patio con una manguera. Paramos a pedirle agua y entonces descubrimos que era Figueroa, quien estaba aparentemente solo en el lugar, sin custodia a la vista.

Creo recordar que el día de la sentencia José Luis Dopazo declaró que Figueroa y Martínez eran los primeros condenados con la Ley Blumberg, pero en ese momento nadie tenía mucha idea de cuántos años implicaban una condena a perpetua. Seguimos sin saber aún.

Hace unos años trascendió la noticia de que la Corte había mandado a que los tribunales de San Luis revisaran la sentencia y que entonces a la condena le habían quitado el agravante por “la participación de dos o más personas”.
La semana pasada nos enteramos que finalmente Figueroa se fugó de la Colonia Penal. Dicen que psicológicamente no está bien, que estaba solo en el predio, ocasionalmente acompañado por otro preso. Había intentado criar cabras y había sembrado pejerreyes en una laguna. Incluso dicen que una vez lo atacó un jabalí; cultivaba cannabis y tabaco. Cada tanto lo visitaban algunos familiares.

Aseguran que había un policía de consigna, pero que no estaba nunca. Un día a Figueroa le robaron las cabras y entonces acusó a los penitenciarios, incluso los quería denunciar. Dicen que tenía autorizadas salidas transitorias, pero como no lo iban a buscar dejó de salir. Aparentemente ya estaba a punto de cumplir la condena.

Cualquier conspiranoico diría que la fuga del Beto es una jugada, justo ahora que el Gato Fernández promete impulsar una reforma del Código Penal para que “los delincuentes no entren por una puerta y salgan por la otra”. No es el caso de Figueroa, porque se pasó muchos años preso, pero la fuga vuelve a centrar la atención en el sistema penal, en la inseguridad y en todos esos “sentimientos tan caros” a la derecha punitivista.